Me da mucha vergüenza contar lo que ha pasado hoy en clase, pero a la vez creo que me perdono si lo cuento.
¿Os acordáis del personaje de Robin Williams en El club de los poetas muertos? El personaje del profe enrollado de aquella película y que a veces vemos en la ficción es una caricatura: es el profesor buenrollero que consigue que su alumnado ame su asignatura y aprenda lecciones fundamentales para su existencia a través de una clase memorable que les hace abrir los ojos.
Pues hoy, sin quererlo, he dado esa clase, o así lo he sentido, aunque suene pretencioso decirlo. Y me da vergüenza pero a la vez me da subidón y necesito compartirlo. Tengo un grupo de lengua y literatura de 2º de bachillerato, el 2º de bachillerato post confinamiento y post semipresencialidad de un pequeño instituto de barrio madrileño. Es un grupo muy numeroso, con muchas carencias, un rendimiento muy bajo, alto número de suspensos, poco trabajo en casa y escasa participación en clase. Muy pocos van a a llegar a la EVAU este junio.
Hoy me habían pedido usar nuestra aula habitual y, como estamos viendo el tema de la poesía a partir de 1936, hasta la actualidad (ahí, todo en bloque), me los he llevado a la biblioteca. He saqueado la sección de poesía entresacando los volúmenes de poetas contemporáneos, lo que había, sin filtrar, y los he esparcido en una mesa. Les he preguntado si eran lectores de poesía. Nadie ha levantado la mano. Yo tampoco.
Soy devoradora de ficción narrativa desde pequeña, pero siempre me ha costado leer poesía. No me sale ir a la biblioteca a prestar un poemario, ni coger uno de la estantería familiar, ni he comprado poesía. Eso no quiere decir que no me guste. Sería una estupidez decir algo así, como afirmar: «No me gusta la música». Lo que me pasa es que mi experiencia con la lírica está mediada, entre otras cosas, por el horrible acercamiento al género que tuve en mis años escolares. O nos obligaban a aprendernos poemas al tuntún o nos los destripaban sin pasión para completar el listado escolar del número de versos, tipo de estrofa, figuras retóricas… Y oye, pues mira, yo así no puedo.
Creo que lo bueno de la poesía es encontrársela, pero que no tenemos muchas ocasiones de hacerlo. Así que hoy les he explicado eso a mis estudiantes. Les he dicho que la clase iba a ser una ocasión para eso, para encontrarse con la poesía. Les he pedido que cogieran un libro al azar y que le dedicaran un rato, que lo ojearan, que a lo mejor encontraban algún poema que les dijera algo.
Pasada más o menos media clase, les he dicho que nos pusiéramos cómodos, sin darnos la espalda, y que si querían, que compartieran los versos que les hubieran llamado la atención. Unos se han sentado en el suelo, otros en las mesas, más o menos en círculo. Y espontáneamente se han puesto a leer en voz alta y a explicar por qué habían elegido tal o cual composición, una estrofa concreta… Algunos que no suelen abrir la boca han recitado de manera magistral y se han expresado como nunca les había oído.
Ha sido bonito y emocionante; cursi también, lo admito. Cuando se iban, unas cuantas me han dicho que la clase les había encantado. Y a mí.